Cuento corto de Ricardo Steimberg, perteneciente al libro "Son cosas de chicos" a editarse en Octubre de este año, en la ciudad de Miami (Florida, EEUU), en castellano y en inglés.
Desde siempre tuve problemas con el astro rey. A diferencia de mi hermana, mamá o papá, ellos eran menos blanco leche que yo. Ellos tenían un mejor pigmento en su piel, que hacía que con poquísima exposición bajo el sol, estuvieran bien bronceados. Pero lo más simpático, era que adquirían ese nuevo color de epidermis, de forma pareja.
En cuanto a mí, era todo lo contrario. Me quemaba por partes, pareciendo parches oscuros, sobre de una piel blanco-nieve. Lo cómico del caso, es que me tostaba en los sitios más insólitos e inimaginables. Entre los dedos de los pies, o en el empeine, mientras que en el resto del pie, permanecía igual que antes de llegar a la playa.
Es por esto que permanentemente le escapaba al sol. Sin embargo no puedo dejar de olvidarme de una de las primeras anécdotas que tuve con nuestro amigo Febo. Según mis cálculos, tendría unos siete años y mi hermana Norma, alrededor de 3, cuando nos fuimos de vacaciones a Mar del Plata. Según mamá y fotos que lo atestiguan, este evento se repetía desde mi nacimiento.
Solo que este es mi primer recuerdo vívido, que tengo de una visita a una playa. Apenas llegamos, nosotros dos, estábamos demasiado ansiosos por encontrarnos de una buena vez con el mar, el sol, la brisa y la arena. Como habíamos viajado, en auto, durante gran parte de la noche, desde Buenos Aires, mamá y papá estaban realmente muy agotados. Y nosotros frescos como una lechuga.
Como toda criatura, cuando se le mete una cosa en la cabeza, es difícil que se olvide, y menos si se lo han prometido. Eso fue lo que pasó. Apenas los viejos terminaron de acomodarse, en aquel hotel, Norma y yo, prácticamente los arrastramos hacia la rambla. Eso serían casi las 8 de la mañana y aún teníamos el desayuno a medio digerir.
A esa hora aún soplaba un vientito bastante fresco, por lo que ninguno de nosotros osó sacarse las remeras. Era una particularidad de Mar del Plata. Apenas bajaba el sol, el viento frío, que viene del mar, te hacía tiritar. También había que pensar que por su latitud, la temperatura era muy diferente a las playas tropicales o subtropicales.
Ahora bien, las recomendaciones hechas por mamá, fueron las mismas que reciben todos los chicos del mundo. Antes de dejarnos en libertad, debimos soportar una fastidiosa sesión de tortura, consistente en un embadurnamiento total con una pastosa crema protectora solar. Tras unas activas fricciones por todo el cuerpo, con énfasis en narices, frente, hombros y un espacio delimitado entre la nuca y la mitad de la espalda.
Terminado dicho suplicio, continuó con los siguientes encargos: no meterse en el agua más de 15 minutos, la corriente es bastante fría y no es aconsejable más tiempo. Colocarse la remera una vez que se hayan secado al sol. No plancharse sobre la arena como lagartos, sino caminar cierta distancia pero sin alejarse demasiado; de esta forma se siente mucho menos cuando uno se está bronceando.
No permanecer mucho tiempo bajo el sol, durante los primeros días, para ir acostumbrando paulatinamente la piel y también evitar una insolación. Beber mucho líquido, y si es jugo de fruta, mejor que cualquier gaseosa. Pero la orden más importante y prioritaria fue no alejarse demasiado de nuestra “base”. Este consejo fue repetido varias veces, durante la larga perorata.
Es normal, caminar por la playa, a la vera del mar y perder la noción del tiempo y la distancia. También es común, que los niños se desorienten y pierdan cualquier tipo de referencia. Cuando sucedía esto, los adultos solían darse cuenta que el niño estaba perdido, y enseguida se formaba un corrillo de hombres y mujeres y se ponían a aplaudir. Eso significaba que algún niño se había extraviado y quien no encontrara a su crio cerca, debía aproximarse.
Mis padres no querían que nos sucediera eso, especialmente mamá, que era asustadiza, y por lo tanto, el viejo no quería ni sorpresas ni disgustos en plenas vacaciones. Ahora bien, las tentaciones en la playa, eran como un imán para ambos. Mis abuelos maternos nos regalaron cierta cantidad de dinero, destinado a satisfacer nuestros pequeños caprichos, sin molestar a nuestros padres. Cosa de abuelos, diría mamá.
Así que, con los ojos llenos de imágenes tan distintas a las que estábamos acostumbrados, y de las que no podía recordar nada, fue que nos zambullimos en medio de toda aquella impresionante cantidad de gente amontonada, yendo de un lado para otro, como hormigas.
Hermosas señoritas charlando despreocupadamente, bajo las carpas; muchachos jugando al fútbol; niños de nuestra edad, gritando y correteando por entre la gente acostada que toma sol, con sus enormes balones inflables multicolores; vendedores ambulantes de todo tipo, gritando como locos, como para atraer la atención hacia su mercadería. Hombres mayores, entretenidos jugando a las cartas.
Ante esa fauna desconocida y bulliciosa, que me intimidaba; le tomé instintivamente la mano a Norma, previendo perderla durante aquella pequeña aventura por la arena. Cada tanto nos dábamos vuelta y observábamos a donde se encontraban papá y mamá.
Para no perdernos, tomé como punto de referencia, a una familia sentada cerca de nuestros padres, distinguiéndolos porque tenían una enorme sombrilla multicolor, identificable desde lejos. Aún así, no nos animábamos a alejarnos y no solo por temor a perdernos entre tanta gente. El tema es que éramos muy tímidos, y que la gente aplaudiera hasta que viniera a buscarnos mamá o papá, era un gran bochorno para ambos.
Esa sería una vergüenza difícil de soportar. Por ese motivo nos turnábamos para espiar, por entre todas aquellas personas, donde se encontraba la dichosa sombrilla. Solo caminábamos en grandes círculos, siendo el campamento de los “viejos”, el punto central.
Así fuimos andando y andando, olvidándonos de la hora y de la distancia que nos separaba de nuestro puesto de comando. Todo lo que veíamos, nos llamaba la atención, y no era para menos. Gente desconocida, infinidad de colores, un mar mucho más hermoso y enorme de lo imaginado. Previendo la tentación, recibimos expresas órdenes de no meternos en el mar, sin que ninguno de mis padres estuviera presente.
Así que nos acercábamos a la orilla, solo para mojarnos los pies y seguir caminando. Yo ya sabía nadar y no lo hacía tan mal. Lo aprendí en el Club Boca Juniors, en donde, dada mi rapidez, fue apalabrado mi papá, para que me dejara competir por el club, en la categoría “renacuajo” que era para los principiantes más pequeños.
Mientras tanto, el tiempo transcurría, y nosotros vagabundeábamos sin preocupación, por una playa atestada de gente, todo en un perfecto caos. Solo teníamos dos órdenes básicas. No alejarnos demasiado y mirar hacia nuestro campamento, por si algunos de ellos levantaban su mano, en clara señal que el paseo había terminado.
Estábamos muy entretenidos con toda aquella gente pintoresca en movimiento; bajo un sol que comenzó siendo benévolo, pero que a medida que se acercaba al mediodía, hacía sentir su intensidad. Las horas galoparon casi sin sentirlo. Hasta que una mano grande y áspera me tomó del hombro, asustándome por lo imprevisto.
El susto que me llevé, dura hasta hoy. Estaba tan concentrado, en no perder ningún movimiento o actividad que estuvieran haciendo ese nutrido grupo de personas, que no me di cuenta de la llegada de papá. Estaba bastante molesto por haber venido a buscarnos. Pero fue Norma quien más se asustó y apenas lo vio, se puso a llorar como una Magdalena.
Pensó que papá solo vino a castigarla. Nunca supimos el motivo de su llanto, ya que en raras ocasiones, nuestros padres nos habían castigado físicamente. Eran las dos de la tarde. Es decir que habíamos estado bajo el salvaje sol veraniego, seis horas, con apenas el desayuno y casi sin protección solar, salvo aquella primera vez.
Sin embargo fue papá, quien más se asustó, y no por no acudir a nuestro punto de comando, para el almuerzo. Fue al notar algo que ninguno de nosotros dos percibió, dado la excitación que nos tenía embobados. Resulta que logramos adquirir un bonito tono rojizo producto de las largas horas de exposición solar.
Papá ni se atrevió a retarnos. Sabía de antemano, todo el sufrimiento que vendría después y por lo tanto este sería suficiente castigo ante nuestra desobediencia. Esa noche, ni Norma ni yo pudimos pegar un ojo. Prácticamente dormimos parados. Éramos una brasa viva. La ropa y las sábanas calientes eran un suplicio y no había crema, pomada, loción que calmara ese ardor.
Con esta lección aprendí que si bien la rebeldía estaba presente en mí, instalada desde mi nacimiento; no estaba mal escuchar otras opiniones o aceptar un simple consejo que podría ahorrarme dolores de cabeza o alguna que otra lágrima. Eso no iba a empañar en nada, mi firme actitud contra el sistema establecido. Al final de cuentas, como dice el refrán: “Lo cortés no quita lo valiente.”
3 comentarios:
En vd. aceptar un simple consejo ayuda mucho. Pero muchas veces las personas necesitamos sentir el apoyo durante hacemos lo que nos gusta hacer. Lo que más pude notar en este cuento es el temor que tenían los niños en extraviarse de sus padres, sería diferente si aparte de los consejos, los padres acompañase a los niños durante la alegría, y así disfrutar y vivir el momento, la consecuencia de las quemaduras sería secundario. Es mi opinión personal. En este caso los niños todo el tiempo con miedo y al final ganaron quemadura y no alegría...
Mi estimado RZ, no digo que tengas o no razón, solo que esta serie de cuentos que estoy editando en mi querido ÑAKU, son parte de algunos recuerdos de mi infancia, que estoy colocando luego de 55 años, en blanco y negro. Los códigos de aquella época eran muy distinto a los actuales, pero aparte de eso, no existía la psicología infantil, ni las demandas judiciales a los padres por maltrato, no existían traumas por algún "akapete", no había rodilleras ni computadoras ni play station. Solo nos divertíamos y punto. El resto no existia especulaciones de ningun tipo
ah ya, un lindo cuento amigo... ami en particular me gustó
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