Cuatro años después, de aquel fastidioso incidente con los Ponce, como para situar cronológicamente el normal desarrollo de los acontecimientos, mi familia decidió trasladarse, de la ciudad de Buenos Aires hasta la localidad de Temperley, distante unos veintiún kilómetros, aproximadamente.
Esta ciudad debe su nombre al estanciero inglés George Temperley, quien donó, en 1871, los terrenos para la construcción de una primitiva parada ferroviaria. Con el tiempo, gracias al continuo loteo de tierras, toda esa zona se fue poblando, alrededor de la estación del tren.
Antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial, las cuadras más cercanas a los andenes, se fueron poblando con inmigrantes irlandeses y galeses. Algunos huyendo de los horrores de la guerra, otros de la intolerancia religiosa y muchos de la miseria y buscando nuevos horizontes.
La mayoría de ellos eran contratados por el ferrocarril. Era gente muy trabajadora y sumamente callada. No se relacionaban tan fáciles con los lugareños. Solo con sus paisanos. Sin embargo, sería una de esas familias: los Kennedy, quienes sin saberlo ni proponérselo, cambiarían radicalmente toda mi vida.
La casa alquilada, donde vivíamos, estaba en la calle Obligado, a dos cuadras y media de la estación. En la vereda de enfrente, en cuatro casas muy similares, vivían familias irlandesas. O mejor dicho, sus descendientes. Llamaba la atención, que aún hijos y nietos, mantuvieran intactas las costumbres y tradiciones. A pesar que estos ya tenían arraigado ese acento porteño tan característico.
Dicen que la curiosidad mató al gato, sin embargo a mi me sirvió para descubrir un mundo nuevo, que rayaba más con la fantasía que con la realidad. Todos los días a eso de las cuatro de la tarde, puntualmente, el señor Kennedy, traía su silla a la vereda y la colocaba a un costado del portoncito de hierro forjado.
Pero no venía solo, indefectiblemente lo acompañaba su loro Polly y su fiel y malvado perro Larry. Su loro atormentaba a toda la cuadra, especialmente durante la siesta, con sus estridentes chillidos y su famoso ¡¡¡ la papa para Polly!!!, grito característico ante el olvido de las apetitosas semillas de zapallo, que tanto adoraba comer.
Larry era un perro muy grande, quizás una cruza con Collie, de pelaje similar, pero más rojizo y con la cabeza no tan puntuda, como de pastor alemán. Cuando salía a la calle, era el terror de todas las criaturas de la cuadra. Tenía fama de mordedor y por eso nadie deseaba ser masticado por sus dientes. Con su aparición, siempre se imponía el desbande general.
El viejo Kennedy, era un hombre muy alto, al menos así me lo parecía, en esa época. Muy delgado y se movilizaba con la ayuda de un bastón. Había venido desde Irlanda, luego de pasar muchos meses en la cama de un hospital, debido a la metralla recibida durante la guerra. Su cara angulosa y cadavérica fue lo primero que llamó mi atención.
Nunca yo cruzaba la vereda cuando el viejo estaba afuera. Solo, si no lo veía a él, ni a su endemoniado perro. Sin embargo cada vez que pasaba, enfrente de su casa, el viejo irlandés, me lanzaba una especial mirada, como pidiéndome urgentemente compañía. Sabía muy bien que mientras su perro merodeara por ahí, ninguno de los niños de la vereda de enfrente, se animaría a cruzar.
Él, de por sí, imponía cierto temor y bastante respeto y no solo en los niños, si no a todos los moradores del vecindario. Pero pasó lo que tenía que pasar, si no, no habría historia que contar. Una tarde, el viejo no dejó salir a su perro, y cuando me vio jugar con mi vecinito, me hizo señas para que me acercara. Le tenía un miedo terrible al viejo y no había motivos concretos para tenerlo. Sin embargo, mi timidez, vieja compañera, no me abandonaba.
Solo cuando su hija, una pelirroja muy simpática, según decía mi mamá, salió a la vereda, recién tuve el coraje de cruzar hacia territorio tabú. Hasta mi vecinito, me vio como un héroe, ya que él, tenía el doble de miedo que yo. Cuando estuve a su lado, ella me dijo que su papá quería saber porqué todos los chicos del barrio, le tenían tanto miedo y no lo venían a visitar.
Le contesté a la señora, que todos los niños le teníamos mucho miedo a su perro Larry y por eso nadie se acercaba a su casa. El mismo Kennedy, jamás se sonreía y su cara parecía de piedra. Además estaban todas las historias, sobre él, que el chismerío local se había encargado de desparramar por el barrio.
La señora pelirroja, colocó sus brazos en jarra y en vano, tras mirar de reojo a su padre, pudo contener una de las risotadas más groseras pero espontáneas y sinceras que haya escuchado hasta hoy. Luego de un buen rato, calmó a medias, su contagiosa risa y regañó con ironía a su padre, al que por primera vez pude verlo sonreír, luego de vivir varios meses en el barrio.
Después de este episodio, ya era frecuente verme conversar con el viejo Kennedy. Pero para eso, no dejaba salir a su perro mientras charlábamos. Fui el primero, pero con el tiempo no el único. Hasta mi vecinito, al verme cruzar la calle y acercarme al irlandés, también perdió su miedo.
De a poco, fuimos conociéndonos bien, y comenzamos a confiarnos cosas y contarnos secretos. El irlandés hablaba de su niñez. De lo difícil que era la vida en su país y que no cualquiera podía tener un pedazo de tierra, enteramente suyo. La mayoría de sus paisanos no tenían tierra propia y vivían en terreno alquilado por un porcentaje de lo que le sacara a la tierra.
Otros cuidaban ovejas a cambio de casa y comida. Cuando un familiar le comentó que vendría a Sudamérica; él, recién salido del hospital, no lo dudó ni un solo minuto y pidió acompañarlo. Ninguno de los dos tenía conocidos en estas tierras, sin embargo igual se aventuraron.
Una vez arribados, alguien les indicó que, el mejor lugar para ellos era un pequeño bar, regenteado por uno de sus compatriotas y hacia allí fueron. Luego siguió una historia muy simpática, ya que mi vecino irlandés, tuvo la suerte que el dueño del bar le presentara a uno de los contratistas del ferrocarril.
Tan buena amistad trabó el viejo, que el contratista no solo le dio un buen trabajo, si no que también a su hija, con la que luego, de un par de meses, se casó. El resto de la historia de su vida, no difiere con la de miles de emigrantes de todo el mundo. Sin embargo fue una suerte para mí, que nuestros caminos se hayan cruzado.
Cierto día, el viejo irlandés, trajo a relucir antiguos relatos de su niñez, que su también abuelo le narraba cuando él tenía mi edad. Muchos de esos cuentos y leyendas irlandesas estaban recopilados en un libro en inglés, llamado “The little things Irish” o lo que en castellano significa: Los pequeños seres irlandeses.
Fueron esos pequeños seres irlandeses que empezaron a zapatear en mi cabeza y con cada nuevo cuento, mis ojos se abrían más y más, pareciendo dos huevos fritos. Pero era mi cerebro y mi espíritu que volaban hasta las verdes campiñas de Irlanda y los tupidos bosques donde habitaban estas fabulosas criaturas.
Como iba a la escuela Juan Bautista Alberdi, a la tarde, me reservaba toda la mañana para hacer los deberes. A eso de las tres de la tarde, me venía el apuro por terminar la clase. Mientras mi pobre maestra se esforzaba en hacerme entrar el conocimiento como por enema; mis sesos estaban ya instalados en la vereda del viejo irlandés, esperando oír nuevas y emocionantes historias.
Aquellos cuentos y leyendas irlandesas, con hadas, elfos, ogros, duendes y un sinfín de seres mitológicos celtas y nórdicos fueron la delicia de mi espíritu entre los años 1960 y 1962. Ese fue el punto de partida para que, tiempo después, comenzara a canalizar toda mi energía creativa en el papel. Para aquel viejo irlandés, tengo un abrazo de gratitud, por haberme dado simplemente una óptica diferente de ver las cosas.
No niego que le tomé cariño a todo lo que fuera irlandés y tanto influyeron en mí, esos pequeños seres, que cuando tuve la suerte y la posibilidad de cristalizar uno de mis sueños; conocer personalmente y observar lo hermosa que es la campiña irlandesa, no fue sorpresa para mí, ya que la conocía mucho antes de visitarla, por los certeros relatos del viejo.
Por eso cuando llegué a Paraguay y descubrí aquellos mitos y leyendas, tan parecidas a las de Irlanda, no me tomó de sorpresa, ya los conocía desde mi niñez. También puede ser, que el espíritu del viejo soldado me haya seguido hasta aquí, solo para continuar contándome viejas historias, como lo hizo durante mi niñez.
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