Colaboración de Ricardo Steimberg
Un redactor raso, un miembro de la fiel infantería del periodismo, llama al vocero de un funcionario influyente y le pregunta si es cierto que firmó una resolución clave en materia económica. El vocero le confirma que su jefe lo hizo y le adelanta incluso las líneas generales del texto.
El redactor está escribiendo la nota cuando un compañero que viene de la calle lo saluda y descubre que va a publicar una mentira: casualmente acaba de tomar un café con un legislador que pertenece a la mesa chica de ese funcionario.
"Hace una semana Cristina nos ordenó que diéramos marcha atrás con la resolución", le reveló. ¿Qué hacer entonces? Dos fuentes de primer orden informan dos cosas contradictorias. Es tarde, sobre el filo del cierre. El editor titula "Dudas sobre un proyecto oficial". Al día siguiente, el legislador le confía al cronista, en el mayor de lo sigilos, una escena inquietante.
Estaba conversando aquella misma noche en petit comité con el funcionario influyente cuando entró su vocero y le dijo: "Engañé a los diarios. Así mañana salimos a desmentir que firmaste los papeles y a demostrar una vez más cómo mienten los medios hegemónicos". Todos se reían.
Conozco los nombres y apellidos de los involucrados. Pero la sección Política me ruega que no los haga públicos: "No queremos romper el off the record ", dicen en el colmo de la hidalguía. El off the record es una metodología sagrada para el periodista. Un pacto con su fuente, que le pide anonimato a cambio de secretos. Esa herramienta se utiliza en todos los periódicos del mundo.
El periodista, sin embargo, debe ser cuidadoso y no creerse los camelos. Debe contrastar con otros y estudiar muy bien si la versión resulta cierta. En muchas ocasiones y bajo otros gobiernos, funcionarios nacionales han intentado venderle "carne podrida" (información falsa) a los cronistas. Pero nunca el cuerpo profesional de los diarios se había topado con una estrategia montada directamente para desacreditar al periodismo. Antes, una operación falsa podía tener como consecuencia un daño colateral: para perjudicar a otro político se lastimaba la credibilidad de quien daba la noticia. Hoy se trata, en cambio, de infligir daño directo. Hoy el objetivo somos nosotros.
Hay en la Casa Rosada un comando que rastrea los diarios y organiza estrategias de difamación y de ocultamiento. La Máquina de Triturar Periodistas y Maquillar la Verdad tiene muchos trucos. Introducir desde el Estado informaciones apócrifas para demostrar luego que los periodistas erramos o mentimos es apenas uno de ellos.
Cuentan con el miedo de todos: dirigentes, funcionarios, legisladores y empresarios saben que están siendo vigilados por el Gran Hermano y que una declaración inconveniente puede costarles muy cara. Ya lo he dicho: la principal tarea de gestión de este gobierno consiste en leer los diarios. Muchas veces intendentes o gobernadores hablan con redactores o corresponsales y les cuentan que el Poder Ejecutivo les está frenando fondos o una obra, y que no los atienden.
Piden figurar como "una alta fuente" o un "vocero oficioso". Hay muchas fórmulas. El periodista, para comprobar que no lo estén operando, suele llamar a otras fuentes y revisar documentación antes de escribir la nota. Cuando lo hace, la Máquina actúa de inmediato: llaman bien temprano a quien presumen dio la información, prometen arreglarle el problema y lo obligan a que salga a desmentir a los periódicos por Télam.
Si el asunto tiene magnitud, es decir, si llegó a la tapa, el procedimiento incluye llamadas rápidas a productores adictos de la radio para que saquen al aire de inmediato a la fuente anónima, que pasa a ser pública: el susodicho tiene entonces la obligación de desdecirse y de afirmar que lo publicado es un completo disparate. Y a escuchar a continuación cómo algún locutor devenido periodista, algún periodista analfabeto que jamás trabajó en una redacción o algún artista de variedades conchabado con dinero del pueblo pasa a destrozar ante su audiencia el buen nombre y honor del diario y del profesional que firmó el artículo.
En casos pesados, la Máquina baja directivas al canal estatal y a programas del palo para que continúen batiendo parche con montajes, sermones y a veces hasta con información de Inteligencia apenas disimulada.
Los desmentidores seriales son los empresarios. Ya saben: el capital es cobarde y embustero. Por miedo a ser perjudicados o perseguidos por la AFIP, tienen asumido que deben hablar off the record, y contarle a la prensa lo que no se atreven a decirle cara a cara a Moreno. Si alguno se va de boca, la Máquina interviene: se lo llama a la casa y se le exige que rectifique y que insista en que fue tergiversado. Los empresarios argentinos ya ni se ponen colorados, obedecen como consumados actores.
Estas infamias, que lesionan la verdad y la democracia, no perdonan la mala praxis ni los pecados del periodismo. Que existen. A mí, todo esto no me duele por los grandes medios ni por sus marcas ni por sus ideologías. Me duele por este cronista, por aquel redactor. Los honestos muchachos de la infantería que luchan cada día en este pantano. Me duele que el Estado argentino quiera incendiar el único hogar que me queda: mi oficio. Y que cuente con la anuencia de tantos colaboracionistas..
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