Colaboración de Ricardo Steimberg
Cuento de Marisel Pacheco
Cada tanto las oleadas de dolor se hacían más fuerte y las
contracciones eran constantes y dolorosas. Era el primer parto de Anita.
-- ¡Empuja, un poco más, vamos! gritaba Juana, la vieja
partera.
Eran años de experiencia de la comadrona, pero esta vez
no pudo contener la emoción, de haber ayudado a la madre naturaleza con aquel
milagro…
Anita creyó que, con aquel último grito estremecedor,
todo se había acabado, cuando felizmente sus pequeños huevitos habían nacido. Pero
el martirio de Anita recién comenzaría
dos días después cuando Pedro, su adorado esposo, partiera silenciosamente,
abandonando aquella familia, que tanto decía que amaba.
Unas
semanas antes…
Todo comenzó una mañana, cuando Anita tuvo sus sorpresivos ataques de náuseas
y vómitos. Días después ella le anunciaba a Pedro el gran milagro de ser padres. La naturaleza le había
negado varias veces, a ella, tener hijos, sin embargo esta vez se había
apiadado de la pobre.
La reacción de Pedro, fue bastante extraña. Había
adoptado una actitud antipática e inesperada, especialmente viniendo de aquel otrora
romántico poeta. Él ahora estaba sumido en una profunda tristeza, acostumbrado
a escribir siempre, pero desde aquella funesta noticia, su pluma había ya dejado
de diseñar poemas. Ya no entonaba ninguna canción, su mirada era melancólica y distante
y no parecía recuperar su antiguo buen humor.
-- ¡Todo era cuestión de tiempo!, decía ella, para sí, mientras
apoyaba su cabeza en una mullida
almohada, permaneciendo lánguidamente recostada, en su cama, por largo tiempo.
Ella no entendía muy bien de donde provenía aquella
depresión tan repentina, en él. Cada vez que lo veía, sentía un nudo que
asfixiaba su garganta.
Pocas veces ya Pedro le dirigía la palabra, siempre manteniendo
el rostro inexpresivo. Todo había cambiado entre ellos, en aquel estanque,
donde una vez reinó el amor.
Anita
había sido invadida por una horrible sensación abrumadora de impotencia. El
amor siempre es bueno para el corazón, pero esta vez intentó reconquistarlo por
medio de su estomago. Para ello le preparó una sabrosa y suculenta sopa de
mosquito y libélula, pero ni aún así, esto alegró a Pedro.Nadie
sabía realmente lo que le sucedía a él.
Pasado
el tiempo y retomando el relato…
Una vez nacidos los pequeñines, se convirtieron en unos
minúsculos renacuajos. Él pareció enternecerse con ellos, los aupaba a cada uno
y les cantaba una canción de cuna. Esto siempre le provocaba que dos grandes lágrimas
rodaran por su rostro. Durante un par de días las dudas le carcomieron todo su
ser, hasta que no pudo soportar más y tomó una drástica decisión.
Por lo que una noche de intensa lluvia, Pedro escribió
una triste carta de despedida que rezaba lo siguiente:
"Mi
querida Ana, espero que nunca despiertes de este sueño, convénceme que tu suave piel, no fue acariciada
por otros, ya que esta duda me carcome las entrañas. Ambos supimos como la
naturaleza nos negó varias veces ser padres, pero no por tu culpa, si no por la
mía. Y aquellos hermosos y tiernos renacuajos, a los que amo como si fueran
hijos míos".
Pedro dejo su carta sobre la almohada, le dio un beso en la
mejilla de Ana, después se dirigió a la habitación de los bebes y alzó a cada
uno, acariciándolos, y dándoles un beso, para luego partir. No quiso dar vuelta
su cabeza para evitar emocionarse hasta las lágrimas.
Al día siguiente Ana, al leer aquella nota firmada, por
puño y letra de Pedro, se sintió con el corazón herido por la ofensiva desconfianza.
Por eso le permitió que partiera.
Pasaron ocho largas primaveras y Ana aún alentaba una
leve esperanza de volver a verlo algún día a su único amor. Aquel falso rencor
por haberla abandonado, pareció ir diluyéndose con el transcurso de los años. Todos
los fines de semanas, ella cocinaba aquella sopa
de mosquito que tanto le gustaba a Pedro. Cosía y descosía cuidadosamente todos los días, la única
camisa que había dejado en el armario.
Cada mañana acariciaba su retrato, que lo tenía colocado sobre la mesita de luz, que era lo primero
que veía cada mañana y lo último al acostarse. Esta valiente madre sapo, se
había ganado el respeto y el amor de todo el estanque, por haber criado
sola a sus hijos. Sus niños crecieron y
formaron cada uno, su propio hogar.
En su viejo sillón se sentaba cada tarde, hasta la puesta
del sol, esperando a Pedro. Las manecillas del reloj siguieron avanzando y ella
terminó envejeciendo.
Un día, una noticia extravagante llegó al país de los
sapos. Esta contaba que Pedro había
muerto y dejando como única herencia un libro gigantesco. En ese momento el corazón de Anita se quebró en mil pedazos.
Jamás volvería a ver a su amor. Sin embargo, la larga
espera había sido en vano. Fue al pueblo y trajo consigo el libro. Se sentó y
comenzó a hojearlo una a una sus páginas, como queriendo encontrar algo que
hablara de la vida de él. Pero fue grande su sorpresa al encontrar sólo páginas
en blanco.
Ella se sintió totalmente desilusionada en ese momento,
por lo que arrojó el libro al suelo con bastante violencia.
Se sintió burlada por
aquel estúpido sapo, al que tanto ella amaba.
De pronto vio caer algo del libro; era un señalador de
páginas, ella lo tomó, y encontró algo escrito allí, que decía:
"Toda
una vida sin ti y nada que contar"
FIN
1 comentario:
PARTICULARMENTE ME PARECIÓ BASTANTE INTERESANTE Y MUY ORIGINAL, ME SIENTO FELIZ QUE PODAMOS CONTAR CON PERSONAS QUE APUESTAN POR LAS LETRAS EN NUESTRO PAÍS, MUCHAS FELICIDADES A LA AUTORA, FUERZA Y ADELANTE!!
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