Por Tito Benítez
El juego es una característica inherente en el ser humano. No en vano algunos
autores estudian la idea del “homo ludens”
como una peculiaridad manifiesta y que distingue al ser humano de otro animal.
Posteriormente, se ha encontrado que mediante la etología comparada hay
animales que en períodos sensibles de aprendizaje juegan para desarrollar o
reforzar determinadas capacidades como las de la caza, liderazgo, fuerza,
conflictos de manadas, etc.
Un claro ejemplo es posible confirmar con los animales domésticos como los
gatos y perros en los primeros meses o años de vida. Mediante el juego
desarrollan capacidades que para la vida adulta instintivamente requerirán para
defenderse o sobrevivir.
En el ser humano notamos como una
característica que se desarrolla desde los primeros momentos de la vida.
Incluso durante el embarazo la madre puede detectar momentos donde la criatura
ya interactúa con el ambiente.
En los primeros años de vida el juego se hace esencial en el niño. Quienes
juegan están desarrollando múltiples capacidades. Mediante el juego mueven sus
cuerpos, coordinan los brazos, pueden caminar, corren, saltan, hablan, pueden
reconocer normas y al reconocer a respetarlas, aprender a perder, a ganar. El
juego también permite la socialización, conocer al vecino, hacer amigos,
respetar ideas, compartir sentimientos, reconocer que existe el otro, etc.
El niño en ese momento no está simplemente “matando el tiempo”, está
aprendiendo. Cada momento es un proceso de aprendizaje para el niño. Montessori
habla de “la mente absorbente del niño” como un período sensible donde es
posible aprender todo lo que se presenta delante de él.
Depende de lo que el adulto ponga delante del niño para que el mismo
absorba como una capacidad o habilidad que pueda desarrollar. Para el niño es
un juego, lo disfruta, se asombra con la novedad, con el juego, se predispone.
Para el adulto, existe lo que se llama la “intencionalidad pedagógica”, es
decir, detrás de cada actividad, juego, situación, tengo la intención de que
aprenda algo en ese momento. Se puede deducir, por lo tanto, que el juego no es
un acto inocente. Siempre se aprende algo.
La pregunta que nos hacemos ahora es, ¿a qué juegos estamos dejando que los
niños accedan? ¿Con qué intenciones dejamos que los niños jueguen, cuánto
tiempo, con quiénes y qué capacidades permitimos que el niño desarrolle?
Me hago esta pregunta porque vemos que desde muy pequeños que se deja que
accedan al universo de la tecnología. Y ese acceso casi irrestricto no todas
las veces es acompañado por los adultos.
¿Qué habilidades estamos desarrollando o atrofiando en el niño cuando
dejamos que accedan a esos juegos? ¿Qué otras actividades podíamos proponer como
alternativas y que permitan el desarrollo de las habilidades acordes a la edad?
Es bueno que, como adultos, paremos un rato y pensemos qué estamos dando a
nuestros niños y qué aprenden con esos juegos. En las vacaciones, están más
tiempo en la casa, y siempre es oportuno proponer actividades que permitan la
continuidad de lo que están aprendiendo en la escuela con la profesora.
De repente, podemos acercarnos a la escuela y pedir que nos ayuden a
diseñar un plan de juegos que estén acordes a la edad, a la etapa y la intencionalidad
de cada una.
Generalmente, no juega más el que tiene más juguetes, sino la capacidad
creativa y la intencionalidad con la que le proponemos.
Así también, este espacio de juego, por más poco que dispongamos de tiempo
los adultos, es el tiempo para compartir con nuestras criaturas. Como siempre
decimos, no es la cantidad, sino la calidad del tiempo lo que importa.
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